10/23/2013

EDUCACIÓN, AFECTIVIDAD Y DESARROLLO MORAL

José Manuel Castelblanco Arenas



Hoy es importante recapacitar sobre cuál debe ser la misión fundamental del profesional de la educación, fundamentado en el amor por su profesión y el compromiso social con los educandos y la sociedad. 

Hoy, en tiempos de crisis del Estado, de la pedagogía, de la familia, de globalización de la economía y del fuerte impacto de las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones, la educación debe redimensionar su importancia político-social. En este contexto, la dupla, escuela-comunidad se constituye en eje del debate. Esta relevancia se deriva no sólo de los desafíos didácticos vinculados a la comprensión de procesos sociales de gran complejidad, sino a la pérdida de la capacidad socializadora de la escuela y la necesidad de redefinir sus contenidos adecuándolos a la existencia de nuevos lazos y demandas sociales, lo cual se convierte en una cuestión socio-política que debe ser resuelta por el conjunto de los actores sociales, fundamentado en los valores morales de libertad, igualdad, honestidad, solidaridad, y justicia.

¿Qué referentes éticos pueden guiar la discusión y el abordaje de una problemática de tal complejidad?

Tal vez la respuesta la encontremos en los orígenes mismos del sistema educativo, el cual respondió en el momento de su creación a los requerimientos políticos de construcción de la democracia y de los Estados. “Este sistema, especialmente en su base, sería responsable de difundir contenidos, valores y normas de conducta destinados a crear vínculos sociales basados en el respeto a las leyes y la lealtad a la nación, por encima de las pertenencias culturales o religiosas particulares” (Tedesco, 1996), factores modeladores externos.

Es desde lo que el modulo denomina  interdependencia individuo sociedad y cultura  y hacia la democracia, que debería apuntar la transformación del sistema educativo. Ubicados en ese contexto, tres aspectos que establecen las condiciones de construcción de la ciudadanía y las posibilidades de articulación familia-escuela-comunidad: la escuela como espacio de constitución del sujeto individual y colectivo, la escuela como centro de producción colectiva de conocimiento y la escuela como espacio de participación comunitaria.

La escuela como espacio de constitución del sujeto individual y colectivo.

El concepto de ciudadanía está relacionado desde su génesis con el derecho de inserción de los individuos en instancias decisivas de su sociedad. En ese sentido la ciudadanía, al mismo tiempo que limita los poderes del Estado también universaliza e iguala la singularidad de los sujetos, facilitando la regulación social. Sin embargo, es necesario concebir la ciudadanía mas allá de la concepción jurídica del término, la cual la restringe a la cuestión de los derechos y deberes. Es decir, se trata de extender la ciudadanía a otras dimensiones de la actuación del sujeto en su entorno social y no sólo aquellas que tengan que ver con una relación inmediata con los mecanismos burocráticos del Estado. Esto plantea dos interrogantes. ¿Cómo generar las condiciones para que las personas se constituyan afectiva y  efectivamente en ciudadanos y puedan ejercer plenamente esa condición? ¿Cuál es el rol de la educación en ese proceso?

Podría pensarse que el acceso a la escolarización constituiría, en principio la aspirada ciudadanía. Sin embargo, podemos preguntarnos qué porcentaje de la población infantil accede a la escuela básica y si la permanencia de los niños en las escuelas cumple efectivamente ese papel. Freire (1994) apuntaba que aprender a leer y escribir no basta para el ejercicio pleno de la ciudadanía, ni tampoco el acceso a la educación remite necesariamente a la formación de ciudadanos.

Esta relación entre ciudadanía y educación requiere revisar el modelo pedagógico tradicional que no favorece la participación y en ocasiones constituye un obstáculo al acceso del ciudadano a su plena madurez y al ejercicio de sus libertades. Igualmente, algunas prácticas educativas producen una fragmentación de la identidad del sujeto al negar sus referentes éticos, estéticos, físicos, étnicos y simbólicos. Lo cual supone una significativa ruptura ética.

En este sentido, algunos autores (Nuernberg, A y Zanella, A, 1998), reivindican la función que tiene la escuela de educar al ciudadano en su condición de sujeto. Ello implica un diseño curricular que permita reflexionar sobre problemáticas del contexto socio-político y económico en el cual se inserta la escuela y privilegiar la participación a través de prácticas que superen los mecanismos autoritarios de la relación con los educandos, superando el patrón de relaciones basadas en la dicotomía sumisión/dominación. Es decir, la ciudadanía debe ser vivenciada en el salón de clase, como experiencia del ejercicio de derechos y deberes institucionalizados en donde se pueda ver cómo fueron transformadas las condiciones en que se afirma la ética tradicional del dominio del sí, elementos fundamentales en la promoción de la ciudadanía en el contexto de la escolarización formal.


En este sentido, la ciudadanía se constituye en un problema de orden filosófico para toda práctica educativa. Esto implica el reconocimiento de los significados del trabajo pedagógico y la posibilidad de transformar la escuela y el aula de clase en espacios de constitución de los sujetos, a través de las relaciones sociales y de la apropiación de significados producidos en ese contexto. La promoción de ciudadanía pasa por el establecimiento de relaciones democráticas en el proceso de enseñanza-aprendizaje, constituyéndose educador y educando en sujetos activos del proceso. Así, los alumnos se apropian de la ciudadanía como práctica social e histórica.

En suma, la educación para la ciudadanía contempla desde el abordaje de los contenidos y la formación ética, hasta las formas de relación en el espacio pedagógico y las significaciones sociales asociadas a esta práctica.


La escuela como centro de producción colectiva de conocimiento

Es este precisamente uno de los más grandes desafíos de la educación en la sociedad actual, pues sabemos que el sistema escolar se ha aislado significativamente del ámbito socio-cultural. Frente al dinamismo del cambio social la escuela ha mantenido una estructura rígida y estática. Asímismo, la capacidad socializadora de la familia y la escuela ha sido cubierta por nuevos agentes de socialización, especialmente la comunicación más mediática.

La escuela, por lo tanto, debe repensarse en el nuevo contexto socio-cultural y político. El rol de la escuela y su capacidad socializadora debe ser redefinido a la luz de una visión que conciba el proceso educativo en términos integrales, en sociedades cada vez más globalizadas y menos equitativas. Un rol que estimule el desarrollo de un ser humano capaz de comprender y transformar su realidad. Ello nos remite al carácter problematizador de la educación, en el sentido “freiriano” del término. La escuela influye directamente sobre estudiantes, familia y comunidad.

En este proceso de cambio, la escuela aparece como un centro generador de información y conocimiento sobre su comunidad y ésta se constituye en un ámbito de investigación-intervención para la escuela, lo cual enriquece su proyecto pedagógico. Mantener proyectos y actividades de investigación en la comunidad es para la escuela relativamente más sencillo que para cualquier otro agente, debido a su inserción natural en ella, su conexión con la familia y su recurso profesional y humano. De esta forma, la escuela puede compartir esta información con instituciones que intenten desarrollar programas o intervenciones comunitarias, facilitando el proceso de desarrollo de la comunidad y desarrollando alianzas con otras instituciones, tanto públicas como privadas, a los efectos de incorporar servicios, programas y recursos que atiendan diferentes necesidades detectadas en la comunidad, lo cual incidirá positivamente en su proyecto pedagógico. La institución escolar se define así como un espacio de redefinición de lo público y de resignificación de lo político (D’Erasmo, 2000).

La escuela como espacio de participación comunitaria

El trabajo comunitario, sobre todo en los contextos de comunidades populares, suele desarrollarse a partir de grupos organizados dentro de estos mismos contextos. Son estos grupos quienes desarrollan el trabajo, intentando radiar su acción hacia el resto de la comunidad. Esta acción enfrenta entre sus dificultades, el agotamiento de los grupos a lo largo del proceso, la escasa participación comunitaria, así como la imposibilidad de acceder a toda la comunidad. De allí que las propuestas de autogestión, concientización y problematización, principios del trabajo comunitario, se dificulten. La posibilidad de impacto y evolución de este trabajo pasa por reconocer un espacio natural como lo es la escuela, la cual ha estado o se ha colocado al margen de estos procesos.

Es obvia la necesidad de participación de la comunidad en el ámbito educativo. Participación que no se define únicamente a través de la administración de los recursos financieros y humanos de la escuela, de la autogestión a nivel local o la representación en los comités escolares u otra instancia, sino también por el diseño de proyectos educativos comunes en donde interrelacionen diferentes disciplinas, para comprender la construcción de la autoestima, la empatía y la Identidad, junto con las implicaciones normativas, jurídicas, políticas y sociales, para entender, aplicar y formar en el mundo de los valores


Adicionalmente, existen dos dimensiones: espacial y simbólica que fortalecen esta articulación escuela-comunidad. En la primera reconocemos tanto los espacios del aula y la escuela en general, como aquellos de la comunidad que se constituyen en “sitios de encuentro” como: la plaza, escalera, muros, calles, parques, bodega, parada, cancha, etc, con una carga de significados e historia colectiva. Espacios donde se satisfacen “las necesidades de comunicación y sociabilidad que culmina con una proximidad corpórea, permitiéndose la participación como “encuentro de intereses” (Fadda, G, 1990:218) y construcción de sentidos compartidos.

Esta noción de sentidos compartidos adquiere especial importancia en los actuales momentos, pues el debilitamiento de identidades sociales y personales, la pérdida de ideales y de visiones de futuro deja a los grupos sociales sin punto de referencia. Tanto la escuela como la comunidad son lugares de convivencia, con intereses comunes en un espacio y tiempo determinado, con diferentes niveles de organización y de cohesión social, pero además ellas pueden compartir un sentido de comunidad, entendido como el sentimiento que tienen los miembros de ambos sectores acerca de su pertenencia e identidad con éstos, del compromiso de estar juntos y de la posibilidad de proyectarse en metas comunes.


lo anterior no permite hacernos las siguientes pereguntas:

.- ¿Qué elementos a valores se deben emplear en la recomposición del concepto de familia como articuladora de la sociedad?

.- ¿cuál es el compromiso ético de los docentes en la formación de  ciudadanos fundamentados en valores?

.- ¿Qué significa ser un ser social fundamentado en la ética?

.-. ¿Qué acciones se podrían emprender para que la labor docente en

 el sector publico  se entienda como un orgasmo social?.